«¿Te parece que soy aburrido?».
Tren nocturno a Lisboa, novela que dio origen a la película Tren de noche a Lisboa, se saltó la norma (en mi caso): la película me gustó más.
¿Tal vez porque «vi» antes que «leí» y —al igual que el protagonista de la historia—, quedé atrapada y seducida por las palabras del fascinante personaje portugués alrededor del cual gira el argumento?
Tren de noche a Lisboa es una película alemana de 2013, de Bille August —premiado director a quien le gusta ahondar en las injusticias sociales, políticas, históricas, económicas…—, que incluye un reparto de actores de primer nivel —Jeremy Irons, Charlotte Rampling, Bruno Ganz, Christofer Lee, Jack Huston, Mélanie Laurent, Lena Olin—, basada en la novela (y éxito de ventas) de 2004, Tren nocturno a Lisboa, de Pascal Mercier, seudónimo del escritor y filósofo suizo Peter Bieri.
Estrenada en España en la primavera de 2014, recibió unas cuantas críticas no muy entusiastas, que repitieron algunas de las opiniones cosechadas en la prensa internacional, junto con otras más indecisas, por parte de los espectadores («… psé, no está mal…»).
Por mi parte, salí del cine buscando librerías abiertas en domingo donde comprar la novela. Tal vez porque me interesan las circunstancias históricas que relatan los flashbacks, tal vez porque un libro es el hilo conductor de la historia… (aspecto este último destacado favorablemente por la crítica en español). Y cuando por fin conseguí abrir mi ejemplar (el lunes siguiente), la lectura ralentizó y casi agotó mi entusiasmo.
«¿Te parece que soy aburrido?». «¿Cómo? ¡Mundus, por favor, no puedes preguntarme algo semejante!».
Este es un diálogo entre el protagonista de Tren nocturno a Lisboa / Tren de noche a Lisboa y su esposa —alguna década más joven—, durante un flashback, que se volverá a repetir, en el presente del relato, con algún otro personaje de la historia. Desconozco si el autor ha utilizado el concepto «aburrido» para crear un cierto clima en la historia, pero lo que sí me parece es que ha conseguido un clima «aburrido» durante la lectura.

Un juego de libro y contralibro
A primera vista, la obra cuenta una historia dentro de otra: un viaje de Suiza a Portugal en la actualidad, y una vida vivida bajo la dictadura de Salazar, en Portugal, durante los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX.
Sin embargo, creo que va más allá, que busca plantear un paralelismo existencial a través de una misma desesperanza vital compartida por dos hombres muy opuestos (y no solo porque vivan en tiempos diferentes).
Así, un encuentro fortuito, un libro póstumo y desconocido, una cultura y una lengua, también desconocidas, se convierten en una excusa para tratar de averiguar si hay algo más que los rieles por los que circula la vida, si existe la opción de cambiarlo todo, a pesar de haber consumido ya gran parte del viaje.
Esta excusa —la búsqueda—, se desarrolla a través de la investigación («pesquisa», la llama Mercier), de la vida, el pensamiento y la muerte del autor de Un orfebre de las palabras, el libro dentro del libro (que pone en primer plano el gran interés del autor por Pessoa).
Ese querer saber, ese deseo de conocer a quienes estuvieron junto al médico, esa hambre de respuestas sobre la vida del otro, oculta y conduce al profesor a descubrir (¿aceptar?) las respuestas definitivas sobre su propia vida. Y también contribuye a dar respuestas sobre el médico a quienes lo conocieron, y que, gracias a la «pesquisa» del protagonista, van completando los retales de información que poseen.
Este juego de libro y contralibro con el que el autor estructura la novela enmarca otro juego: el de los opuestos, contrastes y similitudes entre las personalidades de ambos protagonistas: el actual y el ausente.
El protagonista actual es un erudito, profesor de lenguas clásicas. Un antihéroe de cincuenta y siete años, de origen humilde, algo torpe, medroso y desgarbado —que aun así despierta el interés de las mujeres jóvenes—, un intelectual solitario y sin brillo, pero muy inteligente y con una gran memoria, que vive en Berna dedicado a sus libros, a sus clases y al ajedrez, y a quien no le gustan los cambios.
El héroe ausente (aunque más omnipresente que la Rebeca de Daphne Du Maurier), Amadeus de Prado, es un aristocrático portugués, médico revolucionario integrante de la resistencia contra la dictadura, brillante, valiente, generoso, creativo, que anhela cambiar hasta el idioma (otra vez Pessoa), melancólico, añorado, amado y buscado, que cerca ya de los cincuenta, consciente de una enfermedad que puede matarlo en cualquier momento, escribe o recopila unos escritos filosóficos (además del libro hay cartas, páginas, apuntes…) que guían el relato y despiertan y dirigen la obsesión del profesor suizo por el portugués (y que, como en la película, constituyen las partes más interesantes de la obra).
Ambos personajes comparten el amor por las palabras, los dos consideran que la Biblia es poesía y se cuestionan el «¿qué habría ocurrido si…?» con la urgencia de quienes ven acercarse el final. El médico portugués escribe:
«… deseo regresar a esos minutos en el patio escolar, en los que nos habíamos despojado del pasado sin que todavía hubiese empezado el futuro».
Y el profesor suizo emprende su viaje, su búsqueda, su pesquisa porque:
«… al contemplar a sus estudiantes había visto su vida desde el final…».
Palabras bien engarzadas, un buen argumento, bien estructurado, al que (siempre en mi opinión) le ha faltado dejar vivir y hablar a los personajes su propia historia, sus propias palabras. Tal vez sea solo una cuestión de estilo, pero yo creo que se trata de algo más.
Hay un difícil equilibrio entre contar para que se entienda, se siga una historia, y contar de tal manera que el lector, el espectador, ya se imagine lo que viene a continuación, y en consecuencia, se corra el peligro de perderlo. Es decir, entre contar para seducir, para atrapar, y contar para el olvido.
Y releyendo Tren nocturno…, me doy cuenta de por qué me gustó más la película: el libro tiene mucho de guión, con planos y secuencias muy marcados y notas de trabajo del autor que preparan el camino para crear una película que extraiga lo mejor de la historia y la transforme, modificando (acelerando) el inicio, el final, eliminando algún capítulo prescindible, recortando encuentros entre personajes, sin perder ese juego de libro y contralibro, de presente y pasado, de héroe y antihéroe, raíl por el que viaja la historia y que le da su encanto y su interés.
Sin embargo, la película descuida la búsqueda esencial de ambos personajes —tema central del libro—: ¿Por qué he vivido como he vivido? ¿Podría haberlo hecho de otra manera? ¿Estoy a tiempo de cambiar? Y que se justifica con una cita de las Meditaciones de Marco Aurelio que el protagonista menciona casi al principio y luego recuerda dos o tres veces más:
«Quienes no secundan los movimientos de su propia alma, fuerza es que sean desgraciados».
Para leer a ritmo tranquilo
Tren nocturno a Lisboa gustará a los lectores que prefieren ritmos lentos, que esperan ser llevados (casi de la mano) a lo largo de una historia, que disfrutan con descripciones de ambientes y personajes, y leen poco a poco, ya que el libro facilita el seguimiento, recopilando, resumiendo, recordando hechos, palabras, situaciones, personajes…, ese tipo de lector que según Cortázar
«… no quiere problemas sino soluciones, o falsos problemas ajenos que le permitan sufrir cómodamente sentado en un sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo».
El lector cómplice, ese que
«… puede llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma…»
(Cortázar otra vez), es el que —probablemente— encuentre la novela demasiado bien servida, escasa en desafíos, y sienta que los personajes o el narrador hablan a partir de las notas de trabajo del autor (el andamiaje queda a la vista, como me explicó una vez un guionista profesional, algo que no debe ocurrir ni en un libro ni en una película), tanto que la lectura se vuelve previsible o… poco creíble. O quizás descubra la preocupación del autor por hacer que las piezas encajen, que todo responda a la lógica, que se «vea» el esfuerzo realizado con precisión suiza o perfección alemana, olvidando, a lo mejor, que una novela no es un reloj. O que si lo es, es más divertido (o menos aburrido) que el lector no lo descubra.
Aunque vivimos gobernados por el azar (o al menos, es lo que nos gusta creer y lo que la ciencia nos enseña), en la ficción, un exceso de casualidades puede resultar menos creíble que en la realidad y esto, para un determinado estilo de leer, suele resultar… aburrido y le resta encanto a la historia.
Gracias por leer (y comentar).
Daphne Du Maurier, Rebeca, 1938
Marco Aurelio, Libro II, Meditaciones, circa 179
Mario Benedetti, Julio Cortázar, un narrador para lectores cómplices, publicado en mayo de 1963 en Revista de la Universidad de México e integrado en la selección de obra crítica 1950-1994, El ejercicio del criterio
Película Tren de noche a Lisboa, de Bille August
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