El día después

Mañana de viernes de agosto. Avanzo por una Barcelona curiosamente quieta. Vacías de taxis y autobuses, las calles recuerdan un día de huelga. Pocos turistas, como en un día de invierno. Silencio. Hay coches de policía urbana donde habitualmente no están. Pasan coches de mossos ocupando lugares que no les corresponden. Yo camino con prisas hacia el minuto de silencio. Hacia el primer intento de seguir del día después.

La tarde del jueves y la mañana del viernes han sido un ir y venir de Facebook a Twitter, de periódicos online a la tele, de participar, de preguntar, de informar e informarse, de tratar de entender. De aprender nombres, de recordar la Historia, la de este siglo y la de los muchos otros, de volver a estudiar las causas, los porqués, los qué será. De emocionarse por las lágrimas, de llorar hasta la rabia.

—¿Estás bien? Te mandé un mensaje y no me contestaste.

—Sí, estoy medio dormida pero bien. ¿Por qué?

—Ha habido un atentado en las Ramblas.

Y entre la incredulidad y el sueño y sin soltar el teléfono, abro pantallas, pongo la tele, leo, miro, no me lo creo, no se oyen sirenas, no vuela el helicóptero, y eso que yo estoy en otra de las zonas de peligro: la torre Agbar y la Sagrada Familia. Pero estos barrios continúan su vida de jueves de verano por la tarde, mientras, en el centro, «… la única calle de la tierra que yo desearía que no acabara nunca, rica en sonidos, abundante en brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre… la Rambla de Barcelona» —así la describió Federico—, la misma que divide el barrio Gótico del Raval, esta vez, se desangra desde las cinco de la tarde (otra vez, Federico).

Llego a la plaza Catalunya —al Paseo de Gracia, frente a la plaza, porque hay tanta gente, que no puedo avanzar más— y el silencio de las doce horas se rompe en aplausos y en un grito que alguien grita y va creciendo hasta llenar la ciudad entera: no tinc por, no tengo miedo, no tinc por. Las palomas, sorprendidas, se lanzan a volar.

El regreso es silencioso, ordenado, triste. Muchas personas se dirigen a las Ramblas para empezar a levantar los memoriales, esos altares hechos de pena, ternura y emociones multiplicadas por la conmoción, y de momentos que ya no se olvidarán jamás, como los abrazos espontáneos, las ofrendas de las peñas de moteros, de los vecinos, de los niños…

Yo no voy. Desde ayer discuto conmigo misma tratando de averiguar si debo continuar con lo que tenía planeado para este fin de semana o debo quedarme a participar, a seguir, a emitir… Finalmente decido que, ya que es el único fin de semana de agosto que la amiga a la que pensaba visitar no trabaja, y que hay más gente que me espera, no tengo por qué hacerlos cambiar de planes. El terror tampoco. Y con algún retraso con respecto a lo previsto, el viernes, después del minuto de silencio y aún a riesgo de quedarme atrapada en los posibles controles de autopistas y carreteras, avanzo hacia el norte ciento ciento cincuenta quilómetros, hasta un lugar en el que viví durante muchos años —y del que, todavía, creo que no consigo despegarme—. No encuentro controles. Encuentro coches de policía. Muchos. Y más vehículos de lo habitual. Pero llego, incluso, antes de lo previsto.

Allí, junto al mar, la visión es otra. El atentado de las Ramblas se ha vivido de lejos, aunque casi no hay otro tema de conversación. Y aunque es imposible olvidar y apartarse de lo sucedido —la omnipresencia del tema en una zona de alta inmigración magrebí es inevitable—, consigo subir a un castillo, llenar el alma de mar (mi mar) y de montañas, y me reconforto y al calor de las charlas de las amigas en pueblos viejos, en plazas generosas de sombra, en un faro que señala el lugar donde los Pirineos se despeñan en el mar.

Como estaba previsto, vuelvo el domingo por la noche. En la radio escucho el aviso que me avisa que probablemente me esperan controles. Me preparo. Lleno el depósito y compro agua. Avanzo pegada a la radio que de tanto en tanto, repite: el conductor de la furgoneta del horror continúa huido. Pero llego a casa sin controles, retrasos ni problemas. Viendo, sí, más policía, mucha policía en carreteras y peajes. Y me duermo esperando que no ocurra como el viernes de madrugada, cuando me fui a acostar pensando que lo peor había pasado, y media hora después, la muerte volvía a pasearse por Cambrils, una localidad de la costa, al sur de Barcelona, donde además, suelen pasear unos amigos.

De un salto me despierta un concierto de sirenas y lo primero que hago es encender la radio, la tele, abrir pantallas, buscar la causa. Nada. El conductor de la furgoneta del horror ha sido identificado y está en búsqueda y captura. La policía pide la colaboración ciudadana. No puedo trabajar. Concentrarse es imposible. Bajo a tomar un café y doy una vuelta por el centro comercial, siempre pegada al teléfono. Y regreso a mi mesa de trabajo. Con poco éxito. Entonces, empiezo a escribir esta entrada.

Por la tarde, las redes informan que el conductor de la furgoneta del horror ha sido encontrado —con la ayuda de una vecina— y ha sido abatido por los mossos. Abatido. Muerto. No dicen de cuántos disparos (aunque a pesar de todos los cuidados circula una foto por ahí en la que parece que recibió más de dos). En realidad, lo que parece es un suicidio, porque mostró un cinturón de explosivos… que no tenía explosivos. Cuando lo descubrieron, ya estaba muerto.

Poco después, empieza la manifestación de los colectivos musulmanes en rechazo al atentado.

Ya está. Terminó. ¿Terminó? Ahora, la desazón puede concentrarse en superar la conmoción, el duelo (aunque siguen llegando las noticas de aquí, de allá, de Cambrils, de Ripoll, de Subirats, de Alcanar, de Vilafranca, de Bélgica, de París y de Marruecos). Necesito ir a las Ramblas para hacer esa visita que decidí no hacer el viernes, tras el minuto de silencio.

Y esta mañana de martes, cinco días después, avanzo por una ciudad torpe, que ya no tiene banderas a media asta y quiere jugar a la normalidad, pero que aún sigue en shock, entre coches de policía, autobuses con lazos negros Tots som Barcelona (Todos somos Barcelona), periodistas con sus cámaras de televisión, turistas, autobuses de, y para, turistas, y fotos, fotos, fotos, muchas fotos.

In memoriam

Entro en la Rambla de Canaletas por el principio, un poco más arriba de la calle Tallers, la misma que dio paso a la furgoneta del horror. A un lado, con el motor en marcha, los mossos (los nuevos héroes, a pesar de los conflictos que les valieron críticas y juicios tras su actuación en las concentraciones y manifestaciones de la crisis, en 2011 y 2012), Al otro lado, la guardia urbana, los primeros en enfrentarse al atentado. Y alrededor de la farola central, extendido sobre el suelo, el primer altar.

Silencio. Respeto. Gestos contenidos. Nadie tiene prisa. Todos esperan y se ceden el lugar para mirar, fotografiar, dejar una vela, una flor. Para leer un escrito o entregar una lágrima. Una niña con un muñeco busca un sitio. No se decide. La madre la abraza. No tinc por, no tengo miedo, no tinc por.

Doy unos pasos hasta el siguiente altar, el de la fuente que da nombre a esta parte de las Ramblas, aquí donde festeja el Barça sus victorias. Los taxistas, otros de los colectivos que hicieron lo posible por aliviar el desconcierto del jueves por la tarde, han dejado su ofrenda delante de la fuente cubierta de ramos de rosas. A sus pies, entre las velas y las flores, hay muñecos y peluches de todos los colores. Continúo peregrinando por el silencio. Un silencio extraño, porque la gente habla, poco y con discreción, pero habla. Y los turistas se hacen fotos. Pero es un silencio hecho de falta de alegría, de ausencia de risas. De caras serias. De lágrimas escondidas. Es un silencio interno. Una señora, con mucha dificultad, se agacha para dejar un flor. Su marido la sostiene. No tinc por, no tengo miedo, no tinc por.

Miro hacia el otro lado de la Rambla, hacia la calle Canuda, allí donde hasta hace dos meses atrás venía a un curso de edición. Cruzaba por aquí, mañana, tarde o noche. Y avanzo entre altares más pequeños. Un árbol, una cabina telefónica, de las que ya no se usan, un poste… todos gritan «tenemos una historia que contar», «aquí cayó alguien», «aquí lloramos una ausencia», «aquí descubrimos un héroe». Los globos bailan y un tigre quiere subir a un taxi. No tinc por, no tengo miedo, no tinc por.

Mi peregrinación avanza y se estrecha por la rambla de los Estudios hacia los altares del mercado de la Boquería, cada vez más cargados de mensajes, cada vez más llenos de corazones, mientras trato de imaginar cómo pasó la furgoneta del horror entre puestos de helados, de prensa, de flores, que van dejando poco a poco, menos lugar para el paseo y el paso. Pero pasó. Tal vez por eso los altares son más numerosos y muestran fotografías de y los mensajes para… los que no volverán. Una chica enciende las velas apagadas. Hay muchas velas apagadas. Y muchas derretidas. Otras, han quemado su soporte o lo que las rodea. Y un reguero de cera o parafina roja se escurre por el suelo de esta Rambla, como si quisiera recordar la sangre del jueves. Otra chica deja una rosa blanca. Las flores se amontonan. Muchas están secas. No importa. Llegan y seguirán llegando nuevas flores. No tinc por, no tengo miedo, no tinc por.

Termino mi peregrinación en el gran altar central que ha sobrepasado ya, hasta ocultar por completo, el mosaico de Joan Miró, a la altura del metro Liceo, casi frente al gran teatro. Es el lugar donde la tecnología frenó la furgoneta del horror y su único ocupante, escapó. Hasta ayer. Es un final. Pero también un principio de algo que no sabemos cómo va a continuar. Alguien sube a una farola para colgar banderas de plegarias tibetanas. No tinc por, no tengo miedo, no tinc por.

Seis días. Tantas cosas en solo seis días. Tiempo deshecho en esperas. Acelerado en la confusión y en la desesperación por saber, por buscar, por tener información. Tiempo roto contra emociones y sentimientos.

De camino a casa sé que lo que ahora empieza será difícil. Continuar. No odiar. Recordar. No olvidar. Esta semana todavía estaremos protegidos. Hasta el viernes se podrá firmar o dejar un mensaje para la historia en un libro de duelo. El sábado será la gran manifestación contra el terror. A continuación, estaremos solos.

Los altares se retirarán, el suelo, las farolas y los árboles se limpiarán. Las Ramblas deberán reencontrar su propio ritmo hecho de personas, de flores, de helados, de libros… de vida… Y yo tendré que seguir avanzando. Como todos. Viviendo. Sin miedo. No tinc por, no tengo miedo, no tinc por.

Gracias por leer.

Ramblas de Barcelona, agosto 2017, árbol con mensajes | Hebe Prado |#No Tinc Por
Ramblas de Barcelona después del atentado, agosto de 2017 | Hebe Prado |#No Tinc Por
Ramblas de Barcelona, memoriales, agosto 2017 | Hebe Prado |#No Tinc Por
Ramblas de Barcelona, in memoriam, agosto 2017 | Hebe Prado |#No Tinc Por
Rambla de Barcelona, agosto de 2017, in memoriam de las víctimas | Hebe Prado |#No Tinc Por
Ramblas de Barcelona, agosto 2017, no tinc por | Hebe Prado
No tengo miedo. Que el miedo no nos haga ser racistas.