Decía mamá que antes de los cuatro años le pedí que me enseñara a leer. No lo recuerdo. Recuerdo, sí, un viaje que hicimos juntas, cuando tenía cuatro años, por rutas de tierra colorada y ríos de chocolate envueltos en selvas, calores y enormes hormigueros de casi un metro de alto en las (todavía) escasas zonas sin árboles. De ese viaje atravesando ríos capaces de devorar el paisaje, entre olores y comidas y gentes desconocidas y hoteles donde la pobreza hacía juego con la urgencia de mi madre por vender una propiedad —un terreno—, recuerdo la tapa de un libro de lectura de primer grado que ella compró o consiguió de segunda mano y con el que nos recuerdas juntas, sentadas en una cama dudosa, enseñándome a identificar «a-la», «mi-ma-má-me-a-ma», «mi- ma-má-me-mi-ma», en habitaciones tristes de noches cálidas, durante mi primer viaje a la tierra misionera (que puedo recordar).
Por eso, cuando empecé el primer grado, sabía leer. O conocía las letras. Pero al pasar a segundo, me olvidé. No sé por qué, pero no sabía, no podía leer, lo que me trajo no pocos problemas en casa. Sobre todo, con papá.
Y mientras yo empezaba la escuela, mamá empezaba a estudiar psicología. No había dinero para pagar a nadie, ni familiares o vecinos cerca de casa con quien dejarme, así que muchas veces mi madre me llevaba a clases con ella (en aquellos años, la enseñanza universitaria era pública, laica y gratuita en Argentina). Yo la esperaba afuera, entre pasillos y jardines, jugando sola o con las hijas de uno de los porteros. Otras veces, le traía problemas. Como la tarde en la que un profesor me descubrió escondida detrás de una barandilla, en la parte alta del aula, y gritó, enojado, su sorpresa: «¿Cómo? ¡Qué vergüenza! ¡Niños en la universidad!».
Mamá frecuentaba, además de la biblioteca de la facultad, una biblioteca pública del centro de la ciudad. Y como cuando yo no la acompañaba a sus clases me quedaba sola en casa, empezó a traerme libros infantiles de esta biblioteca para que me distrajera (y asegurarse de que no me movería de mi pieza). Entonces, le provoqué otro problema. En algún momento se disparó el mecanismo que me permitió recordar o reaprender a leer, y los libros no me duraban tanto como a ella los suyos. Y un día, llegó con un carné de la biblioteca pública… a mi nombre. Yo ya iba sola en ómnibus a la escuela, a las clases de danza, a las de piano y por supuesto, ya tenía llave de casa, así que me dijo que me encargara de elegir y llevarme los libros que quería y de devolverlos en su fecha. Me gustó. Me sentía grande. Tenía mi carné. Tenía todos aquellos libros para elegir. Tenía muchas horas para leerlos. Tenía ocho años.
Se inició entonces un tiempo de magia y aventuras frenético que no frenó hasta que llegaron otros intereses: Andersen, Grimm, Perrault, Esopo, Iriarte y La Fontaine, Emilio Salgari, Julio Verne, Mark Twain, Alejandro Dumas, Charles Dickens, Las mil y una noches, La cabaña del tío Tom, El libro de la selva, Colmillo blanco, Robinson Crusoe, La isla del tesoro, Moby Dick, El príncipe Valiente, El rey Arturo, Ivanhoe, el Quijote, El Cid… y una colección maravillosa escrita por el brasileño Monteiro Lobato que me introdujo en la geografía, la historia antigua, Egipto, Grecia, Roma, las leyendas americanas, Peter Pan y… en Shakespeare.
Mientras, los deberes se atrasaban. Para colmo, a los diez años llegó la televisión a casa, y además de los libros, la bitácora de vuelo del capitán Kirk y del primer oficial Spock (en blanco y negro) consiguieron que mamá volviera a tener problemas, aquella vez con la maestra de cuarto, que la llamó para informarle que llevaba meses sin corregir mis deberes. Lo cual creaba una cuestión sin solución, porque yo no hacía los deberes y estudiaba poco, pero las notas eran altas, muy altas (bueno, en matemáticas no tanto). Cosas de los libros. O cosas de las palabras, porque las palabras me quisieron bien desde el principio. Tal vez porque mamá también escribía o tal vez porque no tuve más compañía que las palabras, leídas, escritas, estudiadas, investigadas… escribir nunca me costó.
A los nueve o diez años llegó el primer poema, «Madre, amor y una flor» (regalo filial desaparecido en el olvido) y a los dieciséis intenté dos novelas: una sobre un verano en el campo de mi tío, donde pasé algunas vacaciones, otra sobre un intento de abducción extraterrestre con una nave que se parecía sospechosamente a la Enterprise. Ninguna llegó a buen fin.
Después… después llegó el Bachillerato de Letras y… Autopista del sur.
«Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bib bip de la radio midieran otra cosa…».
Y aunque García Márquez, Vargas Llosa, Sábato, Carpentier, Benedetti, Roa Bastos, Onetti y Puig ya eran las luminarias de mi firmamento literario, nada igualó las emociones que sembró aquel cuento de Cortázar.
«… ese tiempo empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada uno una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista».
¿Qué descubrí en Cortázar que lo hacía diferente de los otros escritores latinoamericanos?
Su sentido del juego, esa idea de que las palabras eran fichas que podían moverse como se movían nuestras vidas en el tablero sin fin de un destino que era imposible de aferrar, y mucho menos, de llevar a buen fin. Su gran capacidad de jugar con las palabras, con la realidad, con el absurdo y sobe todo, con el lector.
Y aunque aún tendrían que llegar el inicio de la universidad, el de la dictadura, el del amor, la decepción, la pareja y una primera migración antes de que escribiera mi primer cuento legible, la onda expansiva del cuento cortaziano lo cubrió todo. Hasta hoy.
Para Mario Benedetti, Cortázar es …
«uno de los más notables creadores del género en nuestro idioma»
Para mí, fue el despertador que puso en marcha una vida centrada en las palabras. Como trabajo, como oficio y también como ilusión, la de llegar a trenzar historias que valiera la pena leer y que tal vez (solo tal vez) llegaran a significar algo más que la necesidad de dejarlas bailar sobre el papel.
«… en algún momento el ingeniero pensó en tachar ese día de su agenda y contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las monjas, lo hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta».
Así empezó mi aventura con las palabras: leyendo. Descubriendo maestros. Llorando y riendo entre palabras.
Gracias por leer.
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