Escribí esta entrada en la primera web cafecuento, a principios de 2011, con la intención de iniciar una sección que llamé Cafés para contar, dedicada a esos establecimientos singulares que, de tan especiales, terminan relacionados —inevitablemente— con la literatura. La presentación decía algo así:

Hay cafés con historia. Otros, esconden historias olvidadas. En algunos, contar historias es un placer secreto. Y en otros, puedes pasarte horas contando y viviendo las mejores historias. Son espacios donde el tiempo destila las palabras. Entonces… un papel, una máquina, un libro… y lees y escribes… O paladeas la conversación y el aroma del café mientras las palabras van contando historias y al salir, casi siempre, hay algo nuevo que contar. Web cafecuento, 30-01-2011

Actualizada y corregida, recupero la entrada para Bitácora de Diomedea.

El primer café

Dicen que lo fundó, en 1890, Batista Fassio, uno de tantos italianos (y europeos pobres) que llegaron a una Argentina pobre en habitantes (menos de dos millones) y rica en tierras (nueve veces más grande que Italia, siete más que Alemania y seis más que España).

Y dicen que Batista Fassio lo llamó Bar Rivadavia porque estaba (está) en Avenida Rivadavia 2100, en la esquina con la calle Rincón, cerca del edificio del Congreso, que por entonces no existía. La crisis sí existía, con reducciones de salarios, desocupación y huelgas (cualquier parecido o similitud con el presente es pura manía circular de la historia y de su afán por repetirse).

«Mi mamá, nacida en noviembre de 1915, era hija de Maria Juana Catalina Fassio (hija de genoveses, nacida en Bs As.) y Carlos Lijdens (nacido en Holanda, llegado a Argentina en 1910). El hermano mayor de María Juana Catalina (mi abuela) era Bautista Fassio, fundador del Café Rivadavia. Así es como se escribe el apellido, a pesar de que ese error se repite en todos los sitios». (Comentario de Susana M. González,).

No obstante, en aquel fin de siglo que vio nacer el Bar Rivadavia (y también a los primeros opositores al orden conservador-conservador de siempre, la Unión Cívica Radical, partido político que aún existe y al Partido Socialista, que ya no), el país se consolidaba como economía agroexportadora (los dueños del campo empezaban a derrochar sus pesos fuertes), los trenes distribuían inmigrantes por los territorios robados a los pueblos originarios (asesinados en un genocidio criollo todavía hoy mal relatado), el poeta Rubén Darío instalaba el modernismo en Buenos Aires, la narrativa miraba hacia la tierra, a los gauchos y los Cuentos de la Selva de Horacio Quiroga, y esa fusión urbana que es el tango (mezcla de ritmos y sones originarios, negros, mulatos, criollos, españoles e inmigrados de Francia, Alemania, Italia…) vendía sus primeras partituras y se enamoraba (para siempre) del bandoneón, llegado en barcos alemanes, aunque el Kaiser Guillermo II prohibiera bailar el tango a sus oficiales por… «étnico» e indecente.

Los «angelitos» del barrio

Cuentan que un comisario del barrio que visitaba el Bar Rivadavia —parece que más por trabajo que por placer—, empezó a llamarlo  «el bar de los angelitos», porque todos los rufianes, guapos y malevos de cuchillo fácil (el gatillo rápido vendría después), esos personajes que tanto fascinaron a Borges y que se juntaban en el Rivadavia.

«… el nombre de «los Angelitos» le fue dado por vecinos y la policía, por las reiteradas grescas entre «compadritos» habitués del lugar…» (continúa el comentario de Susana M.Gonzalez).

En 1906, a pocas cuadras del Bar Rivadavia (una cuadra igual a cien metros, porque en gran parte de pueblos y ciudades americanos la mayoría de las manzanas son cuadradas, de cien por cien metros, medida racional heredada de la colonización española que cuadriculó las nuevas fundaciones simplificando la circulación hasta hoy), se inauguró el edificio del Congreso —de capitoliano estilo neoclásico y cúpula alta—, proyectado por el arquitecto italiano Víctor Meano, que se trasladó al Río de la Plata (no solo los pobres emigraban) para trabajar con otro italiano transformador de Buenos Aires, Francesco Tamburini, que firmó edificios como la Casa Rosada y el Teatro Colón, continuado por Meano una vez muerto Tamburini. Pero Meano tampoco pudo concluir el Palacio del Congreso, porque su ex mayordomo, también italiano y casi seguro amante de su esposa, lo mató (todo un tango).

Por aquella época, el Bar Rivadavia acumulaba fama y leyendas de «payadores» negros (cantores que se batían en duelos de guitarra y que más que cantar improvisaban —el rap de la época—, y que con sus rimas fueron dando forma al tango). Poco a poco la cercanía del Congreso fue cambiando la fisonomía del barrio y del café, que se pobló de historias de políticos socialistas —la Casa del Pueblo de los socialistas estaba a media cuadra (cincuenta metros) del café, por la misma avenida Rivadavia—, y de recuerdos de músicos y poetas, de artistas y de «bacanas, malenas, muñecas bravas, minas, marías, milongueras, milonguitas, papusas, pebetas y percantas» (que son solo algunos de los nombres que los tangos dieron a las mujeres) y, por supuesto, de… Carlitos Gardel.

«Allí se reunían payadores como Gabino Ezeiza, además de Gardel y Razzano…» (Susana M.Gonzalez).

El café de Gardel

Juran que una noche de 1917, en una mesa del Bar Rivadavia, se firmó el contrato para el que ya famoso dúo Gardel-Razzano (nacido, precisamente, de una payada) grabara el disco que incluía Mi noche triste, el tango con el que se inicia el tango canción, el tango moderno, el tango para escuchar —¿por eso se entenderá tan bien el tango con el café?—, que va dejando atrás al tango «solo» para bailar.

En 1920, un español, Carlo Salgueiro, compró el Bar Rivadavia y lo renombró con el nombre que ya todos usaban: el Café de los Angelitos. Y juran también que Carlitos celebró allí (y con generosidad) las victorias de Lunático, su célebre pingo (caballo de carrera), montado por Irineo Leguisamo, el  mejor jinete rioplatense del siglo XX (tanto que ha dado nombre a una bebida), y gran amigo de Gardel, que lo honró y lo popularizó con el tango «Leguisamo solo».

Gardel era asiduo al Café de los Angelitos porque vivía en el mismo barrio, Balvanera, que hoy conserva aquella casa gardeliana donde el Zorzal criollo vivió con su madre, convertida en un museo. Al parecer, el barrio heredó su nombre de la parroquia de Nuestra Señora de Balvanera, construida en 1831, que a su vez lo recibió del Monasterio de Valvanera de La Rioja, España, donde hay quien dice que Valvanera significa —premonitoriamente— «Valle de Venus» o «de la caza». El caso es que, como los Angelitos, las callecitas del Balvanera se adoquinaron a ritmo de milongas y de tangos inspirados en sus trabajadores inmigrantes, en sus guapos y en su malevaje ligado a la política, los fraudes y a las violentas protestas electorales, en sus burdeles, milongas y peringundines (donde se bailaba, entre otras cosas, el tango), y donde según Borges (que prefería el tango más antiguo, el más criollo, la milonga), el tango se volvió nostálgico y aprendió a llorar a —y por culpa de—, las mujeres.

El café de tía Alba

Conocí la esquina del Café de los Angelitos en 1996. Era un edificio con pinta de frontón de pelota vasca y estaba cerrado. Mejor dicho, estaba tapiado. Abandonado y a punto de derrumbarse.

Por entonces, cada vez que volvía a Buenos Aires visitaba a la menor de las hermanas de mi madre (fueron seis, más una anterior al matrimonio de mis abuelos, deslices propios de los señores de la tierra de la época), que vivió casi toda la vida que hubo vivido en Buenos Aires, a menos de tres cuadras del Café de los Angelitos, sobre la calle Junín (que es la continuación de la calle Rincón, la que con la avenida Rivadavia, forma la esquina del café, sí, a las calles argentinas les gusta cambiar de nombre con bastante facilidad).

Mi tía —la penúltima de diez hermanos— se dio el lujo de ser la única mujer de la familia que consiguió autorización de mis abuelos para dejar el pueblo donde vivían e ir a la universidad y trabajar y vivir «sola» (con una amiga) en la ciudad de Rosario, en los años cuarenta del siglo XX. Cuando se casó, se instaló en Buenos Aires, donde fue profesora de filosofía y pasó largas noches de dialéctica, tabaco y café entre las mesas de los Angelitos, en compañía de su marido, discutiendo en contra y a favor de correligionarios y oponentes, allá por finales de los cincuenta del siglo XX, años de partidos prohibidos, de sospechas de conjuras comunistas, de gloria para el Café de los Angelitos y las orquestas de tango, por más que los tangos de Mariano Mores, Aníbal Troilo y Piazzola ya anunciaban las renovaciones de los sesenta (y las nuevas tormentas políticas).

Después, apenas cumplida su primera centuria, durante la última década del milenio, el Café de los Angelitos cerró (no soportó los cambios de los tiempos ni los vientos que se llevaron su techo).

Durante más de quince años la esquina se mantuvo cerrada, hasta que a finales del otoño de 2007 (el otoño le sienta bien a Buenos Aires), reconstruido y oliendo a nuevo, levantó sus persianas otra vez (los turistas habían descubierto Buenos Aires).

Como atracción turística, el Café de los Angelitos ha tenido éxito. Mucho. Sin embargo, a medianoche, cuando el show y las cenas terminan, vuelve a estar a solas con su hablar en lunfa y recupera su esencia (aunque sea, una parte de su esencia). Y por más que su estilismo y sus maderas no sean los originales, sino los que mejor venden y más fotografían los turistas, a veces, todavía llega la policía con una orden judicial buscando a ciertos «angelitos», solo que ahora no suelen ser parroquianos sino los integrantes del capital. Y también entonces el café parece revivir su estilo original.

Pero yo tomé un café por la mañana, junto a señoras, empleados y jubilados del barrio, comí a mediodía un buen plato de sorrentinos entre oficinistas, profesionales y laburantes, hablé de política (viejas pasiones argentinas, el hablar y la política) con mis amigos de allá, revolviendo un café de madrugada, y sé que en su nombre, en los angelotes de la fachada y en la mirada de sus habituales, guarda el alma del desaparecido café porteño y tanguero, y que, por más que las paredes no sean las auténticas ni haya humo en sus cristales, como antes, conserva ese no se qué que lo hizo merecerdor de tener su propio tango:

Café de los Angelitos

Yo te evoco, perdido en la vida,
y enredado en los hilos del humo,
frente a un grato recuerdo que fumo
y a esta negra porción de café.
¡Rivadavia y Rincón!… Vieja esquina
de la antigua amistad que regresa,
coqueteando su gris en la mesa que está
meditando en sus noches de ayer.
¡Café de los Angelitos! ¡Bar de Gabino y Cazón!
Yo te alegré con mis gritos
en los tiempos de Carlitos
por Rivadavia y Rincón.
[…]

Música: José Razzano. Letra: Cátulo Castillo