La desesperanza de un joven húngaro

AA finales de 1991 descubrí que necesitaba estudiar geografía europea. Fue en esa navidad, oficialmente, cuando dejó de existir la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y solo entonces me di cuenta de la cantidad de naciones que habían quedado atrapadas en aquel nombre,  —aquel acrónimo rojo, amado, temido y odiado, la URSS—, que desde octubre de 1917 gobernó tantos destinos. Y no solo en aquellas repúblicas —de las que tuve que aprender nombre, capital, bandera y situación en el mapa, siguiendo la urgencia de las noticias—, sino también de algunos países más lejanos, como los del Cono Sur, como el mío.

Quizás por esta última sinrazón, desde que cayó el muro sentí una cierta sensación de desazón, mientras veía deshacerse en cascada setenta y cuatro años de vida (prisión y muerte) comunista, aquella (traicionada, maltratada, corrompida, malentendida) utopía política-social-económica que se había llevado por delante muchas vidas, muchos sueños, tantas juventudes (dentro y fuera de las fronteras de la URSS).

De los antiguos países del Bloque del este aprendí, en la escuela, sus nombres (eran pocos, aparentemente, de ahí la sorpresa cuando descubrí el verdadero racimo que los constituía), la geografía, las capitales, algunos ríos, algunos trajes típicos… También supe, por compañeras de origen polaco, checoslovaco (entonces, solo existía un país), ruso o askenazí, cómo sonaban sus lejanas y desconocidas  lenguas. Pero no recuerdo ninguna ni ningún húngaro. En cambio, crecí oyendo a mi padre cantar la Canción húngara de la zarzuela Alma de Dios, de José Serrano:

Hungría de mis amores, patria querida, llenan de luz tus canciones, mi triste vida, vida de inquieto y eterno andar, que alegro solo, con mi cantar.

Canta vagabundo, tus miserias por el mundo, que tu canción quizá, el viento llevará hasta la aldea donde tu amor está…

A mi padre le gustaba cantar y le gustaban las zarzuelas, y de tanto oírlo, yo iba aprendiendo algunas letras, sin averiguar mucho más sobre su significado o lo que representaban. Después llegaron las historias de Sissí, Reina de Hungría y Sisí Emperatriz, que siguieron dibujando una Hungría antigua, imperial, misteriosa, inaccesible tras el Telón de Acero, lejana, mítica, con una capital partida en dos hasta en su nombre —Buda y Pest—, por un Danubio que hacía tiempo de azul tenía poco.

A partir de 1991, ese misterio de país inalcanzable fue reemplazado por la llegada de las mafias disfrazadas de libertad, por el triunfo del capitalismo extremo, del negocio del sexo y por el peligroso (hasta hoy) retorno de la ultraderecha, hasta que Hungría se convirtió, para mí, en un titular más de los de todos los días.

Y de como la sucesión de estos últimos acontecimientos afectó a la vida de una familia y de uno de sus miembros, Imre Mándy, es de lo que trata Domingo sombrío, de Alice Zeniter (1986), novelista y dramaturga francesa, que ha recibido varios premios en su país por esta obra. De cómo la modernización, las guerras del siglo XX y sus correosas fronteras (no solo físicas sino también éticas, humanas y emocionales), esa división del mundo acordada en Yalta, dejó en manos del estalinismo a una ilusionada Hungría, tras el infructuoso intento revolucionario de 1956 (mi madre me contaba cómo «Hungría clamaba ayuda al mundo mientras los tanques rusos le enseñaban —en unos escasos veinte días— cuál era el verdadero lugar que le correspondía en el nuevo orden mundial, mientas los Estados Unidos ponían a su estatua de la libertad a mirar hacia otra parte, hacia el lado opuesto»), de la tristeza y las miserias de la guerra fría, del cambio de régimen en 1989 y del cambio ilusionado que no llegó para todos los húngaros después de la caída del muro de Berlín, de la hipocresía de la Europa Occidental que aplaudió el cambio pero protegió sus futuros en euros, y de la desesperanza de quienes aprendieron que era mejor vivir sin hacer nada para defenderse de todo, pero que, a la vez, sufrían de tristeza perenne porque a fuerza de no hacer nada, nunca pasaba nada (bueno, vital, alegre) en sus vidas. Y sobre todo, y a aunque el protagonista sea masculino, trata de la repercusión que todos estos eventos exteriores tuvieron en la vida de las mujeres de la familia Mándy de Budapest, que, una vez más, como siempre o casi, se llevaron la peor parte de todos los acontecimientos que pasaron sobre ellas.

Esa desesperanza húngara y de los personajes de la novela es la misma Sin esperanza de Attila József, los poemas que Alice Zeniter escogió para abrir Domingo Sombrío, novela que con una mirada triste y contenida relata la vida de una familia con fuertes lazos entre ellos y con la casa que habitan, desde hace generaciones, rodeada por vías de tren y enfrentada a una estación que, según Imre, protagonista de la historia, parece devorar a los miembros de su familia.

Attila József (1905-1937), uno de los poetas húngaros más conocidos fuera de su país, terminó su vida en las vías de un tren —aún se discute si voluntaria o involuntariamente—, y sospecho que por esta razón —y por la desesperanza que transmite su poesía—, lo escogió Alice Zeniter. O tal vez porque fue un comunista convencido durante las épocas de la clandestinidad, pero tras el triunfo de la revolución, abandonó el partido.

La música es importante en Domingo sombrío. Tal vez porque la música es importante para los húngaros, para todos, tanto a nivel popular, como erudito (hay que recordar que Franz Lizt y Béla Bártok son húngaros), sin olvidar el jazz, Alice Zeniter, que, sin ser húngara, ha vivido y trabajado en Hungría, inicia con una canción y termina con otra, esta novela que retrata y resume los avatares de la Hungría del siglo XX y la de inicios del XXI a partir de las vivencias de una familia, y que, ha conseguido, en mi caso, revivir viejos recuerdos, dormidos a la sombra de las noticias y los documentales turísticos que llegan de Hungría.

“Cuando oía cantar a su abuelo, Imre Mándy pensaba que había algo del mundo que se le escapaba…, un vacío, un agujero abierto en la canción, que amenazaba con desbaratar sus certezas de niño. Quería seguir creyendo que los adultos: el abuelo, su madre Ildiko e incluso su hermana Agnés, sabían lo que hacían, comprendían el sentido de la vida. Había algo terrorífico en ese pensamiento”.

Es una música que refleja la melancolía que envuelve esta novela de aprendizaje, mientras va guiando la evolución de Imre Mándy desde su niñez hasta que se convierte en un adulto —desesperanzado como el resto de su familia—, pero también es una novela de experiencias, en la que más que experimentar, el Imre es testigo de los cambios que ocurren en su casa, en la estación de tren, en la ciudad y en el país, los espacios que componen la geografía de su vida. Y en esas vías por las que la gente, la vida, la historia, va y viene, sin que los miembros de la familia Mándy se atrevan a subir a un tren:

“A Imre le daban envidia los pasajeros. Había crecido detestando la inmovilidad. Estar bloqueado precisamente en el sitio al que venían a amontonarse los retazos de vida de quienes existían en la velocidad del tren”.

Con un tono discreto, un realismo tranquilo acompasado por canciones melancolícas y un eficaz manejo del tiempo narrativo que mantiene el interés página a página, la autora construye una bella historia, con aristas definidas, duras y realistas, que avanza a medida que avanza la edad del protagonista, pero también, a medida que va descubriendo la Historia: la de su país y la de su familia, y por tanto, la de su propia vida.

Una bella historia, sí, porque ha cumplido su función: me ha abierto ventanas a un mundo desconocido, me ha hecho descubrir a una maravillosa autora, y me ha llevado a reencontrarme con viejos recuerdos olvidados. Tendré que seguir a Alice Zeniter. Y recordar que debo organizar un viaje a Budapest.

Gracias por leer.

Domingo Sombrío, Alice Zeniter, Acantilado