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Nos fuimos acostumbrando a ver la lluvia detrás de la ventana. Sin mojarnos. Sin recordar cómo nos bailaba sobre la piel el fresco olor a agua, a planta feliz, a tierra mojada. También fuimos aceptando que el sol y la noche formaban parte del paisaje que el tiempo nos pintaba en las ventanas (aunque la luna no siempre encontrara sitio en todas las ventanas). Y acostumbrados como estábamos a contemplar la vida en las pantallas, empezamos a mirar la realidad como si fuera una película, una ficción u opinión que animaba nuestro encierro. Pudimos así imaginar que la única realidad era el encierro y lo que explicaban las pantallas. Y descubrimos que todo podía ser inventado. Lo que mostraban las ventanas y lo que contaban las pantallas. Pero no podíamos comprobarlo. Lejos de casa, los peligros aumentaban —el parte diario era espeluznante—, ¿para qué salir? Todo lo malo pasaba fuera de nuestros esterilizados y seguros interiores. En las calles vacías, en el horror de los hospitales (¿quién querría ir a semejantes lugares?, ¿quién quiere morir?)… No nos mostraban imágenes de las salas, de los enfermos, de los muertos. Por respeto. Por respeto a lo que debíamos entender, pensar y creer, y a quienes nos informaban desde esos espacios impolutos que merecían nuestra confianza, porque como se ha demostrado, las cámaras no pueden mentir. Después, algunas personas comenzaron a salir. Hay historiadores que dicen que por obligación. Otros explican que todos pudimos salir, pero no fue una buena idea. Muchos murieron y tuvimos que volver a casa. Así transcurrieron los primeros años de esta nueva y tranquila era de paz. Entrábamos y salíamos de las temporadas de confinamiento hasta que, ¡por fin!, ya no salimos más. La vida se organizó de tal manera que pudimos permanecer en la seguidad de nuestras casas. Trabajando, estudiando, divirtiéndonos, sanos y felices. Una o dos veces por semana recibíamos todo lo que necesitábamos. Y nos estaba permitido salir una o des veces por semana. Pero el mundo exterior era tan inseguro, mutaba tanto, que cada vez salía menos gente. ¡En casa se está tan bien! Dicen que antes los hogares eran pequeños (no puedo imaginármelo). Ahora tenemos zonas de entrenamiento, espacios diferentes para teletrabajar y estudiar, zonas para conectarse con los amigos y disfrutar de las pantallas, las comidas, las copas y unas cocinas enormes para hacer las recetas de internet, de la tele, de los cursos y los grupos… Cuentan que algunas personas deben salir a trabajar al aire libre o en las grandes plantas y en los rascacielos, porque no pueden permitirse vivir encerrados en casa (¡pobres!). Me cuesta tanto creerlo… Porque si fuera así sería injusto. Y nuestro mundo es justo, por eso aplaudimos todos los días un ratito en nuestras ventanas, no me acuerdo el motivo, pero sé que lo hacemos porque somos justos. Además, de los trabajos exteriores se ocupan los robots, si no, ¿para qué los tenemos? Y aunque ya nadie recuerda muy bien por qué dejamos de salir, todos somos muy conscientes de que en ningún otro lugar estaremos tan sanos, felices y seguros como en casa. En casa, todo va bien. Por eso resulta difícil entender a los inadaptados que insisten en que la verdadera vida está ahí fuera, ¡en el exterior!, en calles y plazas, en jardines y edificios donde ¡caben multitudes!,  en playas y montañas, ¡en el campo y al sol! Qué cosa tan absurda.

© Hebe Prado

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Imagen de Giacomo Zanni en Pixabay

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